Para amar hay que estar dispuesto a correr los riesgos propios de la relación amorosa.
Esto no es nada fácil para los hombres, ya que sienten menoscabada su virilidad por la dependencia que sienten hacia la mujer que los desvela. Entonces optan por el no compromiso afectivo y se vuelven reacios al amor, tornándose fríos, extremadamente críticos y calculadores, privándose de las mieles que el amor les depararía.
Para las mujeres el problema parece pasar por la insatisfacción, por la queja, las grandes expectativas y la decepción ante el encuentro con un hombre que no respondería a su ideal, el imaginario del “príncipe azul”.
En ese caso la solución más a mano y más cómoda es el famoso “no hay hombres” (vale decir: ninguno se acerca al ideal esperado).
Para no estar en situación de amar a otra persona que resulte enigmática, atrapante, alguien del cuál no se es dueño, pero que es causante del deseo, los hombres y las mujeres tienden a encerrarse en sus propias burbujas y se alejan del amor, alejándose de los riesgos que supone la aventura de estar con el otro.